Jesús de la Pasión. Rafael Laffón.

27/06/2017

En el nombre de Juan Martínez Montañés, maestro escultor de imaginería –a quien dicen “El dios de la madera”– comenzamos estas prosas que alaban la imagen inefable del Jesús de la Pasión.

Ahí está la “prodigiosa hechura” del Jesús, como enmedio de una dulce aura de memorias devotas. No hay mayor elogio que esta invitación: contempladla. Y no vale otra crítica que la contemplación y luego el “sí” de las llanas afirmaciones del cristiano.

Montañés es autor del Cristo de “Los Cálices”, uno entre los cuatro Crucificados ejemplares del acervo genial de Sevilla: el Santo Cristo de la Conversión, el imponente Crucifijo de la Merced y aquel padrón sin tasa de la muerte, Cachorro, de Triana; Montañés gubía y estofa imágenes de la Dolorosa, de la Inmaculada, de Santos penitentes, que se obliga a entregar “bien fechos y acabados en toda perfección”. Produce con amor y alegría –alegría ingenua de fe–; mas luego anda desabrido en tratos de reales y maravedises –pleitos de “menorías” y otros pormenores–, con veedores y alamines y la gran clientela de cofrades, de caballeros donantes, de abadesas, de capitulares y de cabildos de todas las Españas y sus Indias.

En aquel sereno recogimiento de sus casas de la calle de la Muela –en donde crece y se adoctrina una prole piadosa y de limpia generación–, Montañés prosigue sus obras y sus días. La primera esposa, muere… Los hijos –¡ay!–, y los años se van… Aunque aún le queda este suave Sol en las bardas, del mucho amor y las gracias de Catalina niña –dice tiernamente–, “que nos hace compañía y que tenemos hembra en el siglo”. El maestro va entallando con amor el leño armónico, vena a vena y “sin alzar mano”. Y así un día mejor queda ante sus ojos acabada la imagen de un resignado, buen Jesús, cruz al hombro: el Jesús de la Pasión.

Luego a Montañés, desde ese día, no le queda ya más que admirar y admirar…

–En verdad esta es obra de Dios, que no mía–, cuentan que clama el maestro imaginero.

En las encrucijadas cuantiosas de voz y vulgo intencionado, posan las andas doradas de la Cofradía. Y allí “están” un momento magnífico, magistrales, redondas y plenas, tal que un racimo ingente de viñas de parábola. Hay para los oros un último rayo del Sol exuberante.

En las andas, la imagen del Jesús de la Pasión camina callada efusión de su ternura, y se agobia, y se agobia todavía más.

La imagen aparece en la actitud de caminar. El pie derecho alza el talón e hinca los dedos en la tierra. Camina. ¿Camina o va a caer? Pero la imagen de Jesús sólo dice ternura.

Ternura. El pavonado tornasol del cielo de la tarde se va haciendo tierna claridad desvaída en el crepúsculo. La luz se apaga y se enfría. Abren sus poros sutiles los aromas. Ternura difusa por doquier.

Jesús lleva a un hombre y a un Dios. La unión hipostática del ser de Jesús es obra inverosímil de ternura.

La imagen del Jesús de la Pasión aparece en actitud andante. Jesús marcha o semeja que va a caer porque camina hacia un fin inconcebible de alcanzar. Ternura del alma de Jesús.

La pirámide se alza sobre el vértice enhiesta,

gira el círculo en torno de un centro que no es centro,

y el ojo que se daba placentero a la fiesta

ya no halla luz, el ojo mira ya por de dentro.

La ofensa es laude: “Ufanos al mal sin resistencia

y a la mano que hiere la mejilla brindemos”.

Por la llaga armoniosa que imprime la violencia

ya os conocen… El Pórtico, no obstante, y Akademos…

En el aire celeste –traspasado de la dura flecha de las golondrinas–, que tiernamente se anega de la hora declinante, la imagen del Jesús de la Pasión se va nimbando de una tierna claridad láctea y pura. ¿Radiación prelunar del cielo del crepúsculo o radiación del alma tierna de Jesús?

Ternura. Ternura del pecho blando de las palomas, de las rosas tiernas de las auroras y los atardeceres; ternura de la lágrima y la sonrisa; ternura de la caricia suave de una mano en la frente y de una mano amiga en otra mano; ternura de las voces entrañables de las madres y de las trémulas voces de los ancianos y de los niños… Ternura.

La imagen de Jesús de la Pasión remonta por gracia de Dios y obra del maestro imaginero, la cumbre enrarecida de todas las perfecciones. Pero lo perfecto, en sí mismo se consuma y acaba porque llena su fin…

Anochecer de abril en las encrucijadas de Sevilla. ¿Está aún aquí el Jesús, cuando la luz se ha ido? ¿Gozamos todavía de la presencia táctil de “la forma”?

El Sol traspuso hacia otros horizontes. También la imagen del Jesús de la Pasión –casi borrada ya en el postrero alentar del día–, viene a amanecernos a otros recónditos hemisferios que no sojuzgan los sentidos. Del fondo de los ojos –transcendida a los senos del alma–, quedó allí en la vibración profunda de una luz increada: vasta armonía de inextinguibles soles y de palabra eterna.

La imagen del Jesús de la Pasión es ya tan sólo ensueño de amor, de dolor, de divinas hipérboles. Como el místico portugués ha cantado:

…”Vida sin cuerpo… ¡sólo Vida!”

* * *

–En verdad, esta es obra de Dios, que no mía–, cuentan que clama el maestro imaginero.

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