Nuestra Madre y Señora de la Merced en la Capilla Sacramental
26/09/2017
Cuando septiembre mengua, como la luz de sus tardes, así que empieza el otoño, concluyen los cultos a Nuestra Madre y su sagrada imagen vuelve a la cotidianidad de su altar. Es ahí, junto a su Hijo, donde decíamos hace unos días que «parece más fiel a su papel evángelico»: como si toda la modestia de su casita de Nazaret se hubiese tallado, golpe a golpe de gubia de Sebastián Santos, en su semblante.
Tras su entrañable besamanos (con toda la literalidad del adjetivo, que tiene que ver con su entraña de ternura), tras el trono de plata y fuego de su altar de triduo, la Santísima Virgen recibe ahora nuestras oraciones en su peana de diario, en donde, desde hace más de medio siglo, lleva consolando con su mirada de Madre buena al alma atribulada. Mejor que nadie, lo ha expresado nuestro hermano Francisco Robles con un soneto rotundo escrito durante su besamanos:
A merced de tu llanto sin espejos,
de la espina sin flor de tu tristeza,
del Niño que es la luz de tu belleza,
de sentir que estás cerca si estoy lejos
A merced del calor de tu pureza,
del sabio proceder de tu templanza,
de ser a tu verita la esperanza
que vence al porvenir con tu entereza.
A merced de tu nombre estoy viviendo
los años que me quedan en la vida,
los mismos que en tu rostro ya estoy viendo.
Tu nombre es la Merced que en mi partida
será como ese clavo que está ardiendo:
la gloria que me tienes prometida.
No olvidemos lo que hace solo unos días le hemos prometido en sus cultos: que intentaremos ser mejores hermanos, que queremos ser mejores cristianos… que le prometemos, en definitiva, seguir con disciplina de ruan y esparto la exigente pero dulce palabra de su Hijo: «Amad a Dios sobre todas las cosas, y los unos a los otros como yo os he amado». Madre y Señora nuestra, que así sea.